Al anciano se le dibujó una sonrisa en la cara, al fin había
llegado aquello para lo que había esperado toda su vida, la razón de su
existencia. Excitado, subió las escaleras. ¿No iba a contarle la historia? Se
preguntaba Garen. Aquella reacción le desconcertaba, pero el anciano era sabio
y no se había marchado porque sí. Estaría haciendo algo importante. Al rato
bajó hacia donde estaba esperándole el muchacho, mientras portaba una bolsa de
cuero. El chico notó que había algo diferente en el rostro del anciano, una mezcla
de nervios, impaciencia y miedo, mientras unos sudores fríos surcaban su
rostro. Pero cuando Garen le preguntó si le pasaba algo, Leynard negó con la
cabeza. Algo estaba pasando, eso estaba claro, pero la cuestión era, ¿el qué?
-Debes irte- Dijo de improviso el anciano.
-¿Cómo?- Preguntó extrañado el muchacho.- ¿No decías que me
ibas a contar una historia y las consecuentes responsabilidades?
-Cállate y tómala.- Le dijo mientras le lanzaba la bolsa de
cuero.- Dentro hay un colgante, póntelo. Ahora huye, la guardia está de camino.
Vete antes de que llegue.
Antes de que a Garen le diera tiempo a preguntar qué estaba
pasando, Leynard le cogió del cuello de la camisa y le arrojó fuera de la casa
y cerró la puerta de un portazo. El chico se quedó mirando pasmado la puerta,
no sabía qué hacer ni cómo reaccionar ante aquella situación. De repente, unos
ruidos le sacaron de su ensimismamiento, se giró, y allí estaba, la guardia
estaba de camino, tal y como dijo Leynard; y a juzgar por sus caras, no iban a
hacer una visita de cortesía. Garen rápidamente se fue por el otro lado de la
colina y la rodeó a medida que avanzaba la guardia para que no le vieran. Tan
pronto como pudo, salió corriendo en dirección al pueblo.
Al llegar a su casa, se introdujo sigilosamente en su
cuarto, pues nadie debía saber, a excepción de Seira, ni lo que había pasado,
ni lo que había en la bolsa. Cuando entró en su cuarto, se dejó caer
pesadamente sobre la cama, y, lentamente, cogió la bolsa para descubrir su
contenido. Estaba nervioso, ardía en deseos de saber qué era lo que el anciano
le había dado, pero había algo que le hacía no estar tan seguro de hacerlo,
como si, abrirlo, significara un gran paso que no admitiera marcha atrás.
Cuidadosamente tiró del cordel que la mantenía cerrada y, allí, ante sus ojos,
apareció el colgante más hermoso y laboriosamente trabajado que hubiera visto
en su vida. Era de un oro resplandeciente, la cadena era de plata; las alas del
fénix tenían incrustados diamantes y, en vez de ojos, tenía dos rubíes rojos
como el fuego. A demás, el fénix estaba rodeado en un círculo de esmeralda, con
unas inscripciones hechas con oro, pero en un lenguaje desconocido y que, a
primera vista, parecía indescifrable. Todo el colgante mostraba tal trabajo y
refinamiento que ni los mejores artesanos de todo Sëttlers hubieran podido
hacerlo mejor. Tras estar admirándolo durante largo rato, se lo puso y, aunque
estaba a punto de amanecer, se tumbó en la cama, pues ahora sólo le apetecía
dormir.
Apenas había conciliado el sueño, un ardor enorme, como mil
fuegos sobre el pecho, le despertó. Era el colgante, algo extraño acababa de
pasar. Rápidamente se lo quitó y lo arrojó al suelo, pues éste era la fuente de
todo aquello. Se miró la piel, y allí, marcado a fuego, tenía el colgante
grabado en su piel. En dicha marca, al contrario que cualquier otra, se
apreciaba hasta el más mínimo detalle del fénix y hasta la inscripción, la cual
se leía con total claridad. Desconcertado, miró al collar, pero había algo
diferente en él: los rubíes y la inscripción brillaban. ¿Qué demonios era ese
colgante?
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