lunes, 24 de septiembre de 2012

5. El colgante


Al anciano se le dibujó una sonrisa en la cara, al fin había llegado aquello para lo que había esperado toda su vida, la razón de su existencia. Excitado, subió las escaleras. ¿No iba a contarle la historia? Se preguntaba Garen. Aquella reacción le desconcertaba, pero el anciano era sabio y no se había marchado porque sí. Estaría haciendo algo importante. Al rato bajó hacia donde estaba esperándole el muchacho, mientras portaba una bolsa de cuero. El chico notó que había algo diferente en el rostro del anciano, una mezcla de nervios, impaciencia y miedo, mientras unos sudores fríos surcaban su rostro. Pero cuando Garen le preguntó si le pasaba algo, Leynard negó con la cabeza. Algo estaba pasando, eso estaba claro, pero la cuestión era, ¿el qué?
-Debes irte- Dijo de improviso el anciano.
-¿Cómo?- Preguntó extrañado el muchacho.- ¿No decías que me ibas a contar una historia y las consecuentes responsabilidades?
-Cállate y tómala.- Le dijo mientras le lanzaba la bolsa de cuero.- Dentro hay un colgante, póntelo. Ahora huye, la guardia está de camino. Vete antes de que llegue.

Antes de que a Garen le diera tiempo a preguntar qué estaba pasando, Leynard le cogió del cuello de la camisa y le arrojó fuera de la casa y cerró la puerta de un portazo. El chico se quedó mirando pasmado la puerta, no sabía qué hacer ni cómo reaccionar ante aquella situación. De repente, unos ruidos le sacaron de su ensimismamiento, se giró, y allí estaba, la guardia estaba de camino, tal y como dijo Leynard; y a juzgar por sus caras, no iban a hacer una visita de cortesía. Garen rápidamente se fue por el otro lado de la colina y la rodeó a medida que avanzaba la guardia para que no le vieran. Tan pronto como pudo, salió corriendo en dirección al pueblo.

Al llegar a su casa, se introdujo sigilosamente en su cuarto, pues nadie debía saber, a excepción de Seira, ni lo que había pasado, ni lo que había en la bolsa. Cuando entró en su cuarto, se dejó caer pesadamente sobre la cama, y, lentamente, cogió la bolsa para descubrir su contenido. Estaba nervioso, ardía en deseos de saber qué era lo que el anciano le había dado, pero había algo que le hacía no estar tan seguro de hacerlo, como si, abrirlo, significara un gran paso que no admitiera marcha atrás. Cuidadosamente tiró del cordel que la mantenía cerrada y, allí, ante sus ojos, apareció el colgante más hermoso y laboriosamente trabajado que hubiera visto en su vida. Era de un oro resplandeciente, la cadena era de plata; las alas del fénix tenían incrustados diamantes y, en vez de ojos, tenía dos rubíes rojos como el fuego. A demás, el fénix estaba rodeado en un círculo de esmeralda, con unas inscripciones hechas con oro, pero en un lenguaje desconocido y que, a primera vista, parecía indescifrable. Todo el colgante mostraba tal trabajo y refinamiento que ni los mejores artesanos de todo Sëttlers hubieran podido hacerlo mejor. Tras estar admirándolo durante largo rato, se lo puso y, aunque estaba a punto de amanecer, se tumbó en la cama, pues ahora sólo le apetecía dormir.

Apenas había conciliado el sueño, un ardor enorme, como mil fuegos sobre el pecho, le despertó. Era el colgante, algo extraño acababa de pasar. Rápidamente se lo quitó y lo arrojó al suelo, pues éste era la fuente de todo aquello. Se miró la piel, y allí, marcado a fuego, tenía el colgante grabado en su piel. En dicha marca, al contrario que cualquier otra, se apreciaba hasta el más mínimo detalle del fénix y hasta la inscripción, la cual se leía con total claridad. Desconcertado, miró al collar, pero había algo diferente en él: los rubíes y la inscripción brillaban. ¿Qué demonios era ese colgante?